Homilía del obispo auxiliar de Corrientes, monseñor José Adolfo Larregain, en la misa de la Sagrada Familia, en la Cruz de los Milagros, el domingo 27 de diciembre.
Sagrada Familia de Nazaret
Celebramos la familia de Jesús, María y José en el contexto de la Navidad y particularmente en este tiempo de pandemia que afecta profundamente a nuestras familias en diversos y múltiples aspectos: trabajo, economía, vínculos personales e intrafamiliares, salud, pérdidas, etc. Sumamos el contexto político y social que vivimos estos días los argentinos con el tratamiento en el senado de la ley del aborto. Es providencial su fiesta en este marco que acabamos de mencionar.
Acompañados por los textos bíblicos encontramos que la familia de Jesús tiene mucho de parecido a las nuestras y en el hoy de nuestra historia: esperanza, sueños, perspectivas de vida, conflictos, dolores, sufrimientos, pobreza, etc. El texto del evangelio de san Lucas nos cuenta el rito judío de la presentación del primogénito en el Templo. Los personajes principales son dos desconocidos: Simeón y Ana. A José ni siquiera se lo menciona por su nombre (sólo se habla de “los padres de Jesús” y, más tarde, de “su padre y su madre”). El niño, de sólo cuarenta días, no dice ni hace nada -ni siquiera llora-. Sólo María adquiere un relieve especial en la bendición que les dirige Simeón.
Hay un detalle que el evangelista subraya cuatro veces: cumplir lo prescrito en la Ley del Señor. Este dato tiene enorme importancia. Jesús, al que muchos acusarán de ser mal judío, enemigo de la Ley de Moisés, nació y creció en una familia pobre, piadosa y ejemplar. El Antiguo y el Nuevo Testamento se funden en esa familia en la que el niño crece y se robustece.
La misma función cumplen las figuras de Simeón y Ana. Ambos son israelitas de pura cepa, modelos de la piedad más tradicional y auténtica. Y ambos ven cumplidas en Jesús sus mayores esperanzas.
Las lecturas de hoy nos centran la atención en lo importante: Jesús es el centro, es motivo de desconcierto y angustia. Lo que Simeón dice de Él desconcierta y admira a José y María. Pero a ésta se le anuncia lo más duro. Cualquier madre desea que su hijo sea querido y respetado, motivo de alegría para ella. En cambio, Jesús será un personaje discutido, aceptado por unos, rechazado por otros; y a ella, una espada le atravesará el corazón. Lucas está anticipando lo que será la vida de Jesús y de su Madre. María, no sólo lo experimentará en la cruz, sino a lo largo de toda su existencia.
La intención del evangelista es poner el énfasis en la atención del creyente (el que escucha o lee el texto) y que es esencial para la fe: el cumplimiento – en la persona de Jesús – de las promesas de Dios. Este niño, presentado en el templo, es una invitación a permanecer centrados en Dios, en el Reino de Dios, en el plan de Dios, en su Voluntad. Quedan así, afirmadas en el texto, algunas verdades teológicas fundamentales:
1) Jesús es -‘teológicamente hablando’- el Hijo de Dios, el Mesías anunciado por los antiguos profetas. En Él se cumple el plan salvífico de Dios. El niño del pesebre es el mismo de la transfiguración, del huerto de olivos, el de la cruz, el muerto y resucitado.
2) Jesús vino a cumplir la misión encomendada por Dios. Toda su existencia estará centrada en ‘hacer la voluntad divina’. El evangelista Juan es quien más ha insistido en este aspecto.
3) Lo que se revela en Jesús va más allá de lo que representaban las autoridades e instituciones judías tradicionales: los dos ancianos (Simeón y Ana), que aparecen con un claro talante profético, revelan que este niño es el Mesías esperado.
El evangelista nos ayuda hoy a entender que la claridad en la fe no es algo que se adquiere en un solo momento. Se trata de procesos de maduración, comprensión, iluminación interior. Por eso aparecen María y José, los padres de Jesús, perplejos ante lo que los dos ancianos anuncian. Por tanto, la fe supone siempre un itinerario, en el que se va fortaleciendo la confianza y la capacidad de abandono del creyente en las manos de Dios. A medida que María y José maduran su fe, en medio de perplejidades, angustias y gozos, las cosas se van haciendo más claras. Pero, para que esta claridad se vaya dando, es necesario que haya un trabajo de interiorización. Por eso Lucas hace notar que María “conservaba todas las cosas en su corazón”. Este trabajo de interiorización no es sólo para María, sino para toda persona que quiera seguir a Jesús.
En este día le damos gracias a dios por el regalo de la familia. Estemos muy atentos a cuidar la familia ante los diversos embates que sufre y los problemas que desembocan en ella. Construir lleva toda la vida, destruir un instante. Le pedimos a Jesús, María y José que las bendiga con aquello que más están necesitando: salud, trabajo, unidad, dialogo, tolerancia, apertura, fortaleza, alegría, consuelo y tantas otras cosas que cada uno de nosotros podemos letánicamente agregar.
Tenemos el gran desafío de vivir la fe en familia. No perdamos las ricas tradiciones familiares, culturales que hemos recibido. La familia de Jesús era pobre, su riqueza de la fe se transmitió de generación en generación. No apaguemos la antorcha que un día hemos recibido, tenemos que pasarla, recuperemos la fe en familia: recemos juntos, valoremos el altar familiar, las peregrinaciones, novenas y tantas expresiones de fe hermosas que tenemos.
Tener mirada de fe en los acontecimientos que nos toca vivir. Siempre hay espadas que nos atraviesan el corazón: las dificultades y sufrimientos personales, el dinero que no alcanza, los problemas de salud, conflictos familiares, adicciones o situaciones extremas como la pérdida de seres queridos. Tengamos la confianza de María y de José, no nos desanimemos, pongamos la mirada en el Niño que nos es dado.
Le pedimos al Señor poder descubrir su presencia en medio de lo cotidiano, de lo de todos los días, lo simple, lo sencillo. La “tiernísima Madre de Dios” no nos desampara acudamos siempre a Ella.
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