Homilía pronunciada el viernes 4 de diciembre con motivo de los 65 años de sacerdocio y 42 de episcopado de Mons. Domingo S. Castagna, Arzobispo emérito de Corrientes.
Corrientes, 4 de diciembre de 2020
1.- Tú sabes que te amo. Considero un obsequio del Padre Dios
la oportunidad que me ofrece mi Hermano Arzobispo Andrés de celebrar ambos
aniversarios de Ordenación episcopal en el Santuario de la Cruz de los
Milagros. Hoy - 4 de diciembre - coincide con los 65 años de mi lejana
Ordenación sacerdotal. De ellos descuento los 42 años de episcopado, que se
cumplirán el 29 de diciembre. Saber agradecer constituye un gesto de vida muy
valorado por Dios. Jesús lleva su acción de gracias a su Padre hasta el extremo
de la Cruz y de la Eucaristía. Él nos enseña a ser agradecidos, haciendo de
nuestra gratitud un nuevo y mejorado consentimiento a su voluntad. Pedro
aprende, por nosotros y para nosotros, - a orillas del mar de Tiberíades - a responder
a la gracia del perdón con un humilde acto de amor. En mi larga vida (dentro de
un mes cumpliré 90 años) descubrí que la capacidad para el ejercicio del ministerio
sacerdotal (presbiteral y episcopal) no está garantizada por títulos académicos
sino por el amor a Cristo. Jesús no examina a Pedro por su competencia
intelectual o por su capacidad de gestión empresarial. Hasta entonces su
desempeño no se había destacado: negó conocerlo y ser su amigo. No obstante, la
fidelidad del Maestro es infinitamente superior a la frágil fidelidad de su
acobardado discípulo. Por ello, lo examina interponiendo la única condición
para el abrumador pastoreo que decide confiarle: “¿Me amas?”
2.- La triple demanda de Jesús a Pedro. La triple demanda causa profundo
dolor en el Apóstol: “Pedro se
entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo:
“Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero”. Jesús le dijo: apacienta a mis
ovejas”. (Juan 21, 17) Nuestra vida es una demanda de amor por parte de
Cristo y una respuesta de amor, trabajosa y atribulada, por parte nuestra. Nuestra
vida oscila entre esos dos términos del diálogo con Cristo, el Buen Pastor que
nos ha llamado a ser - con Él - pescadores de hombres. Es importante, y motivo
de intenso aprendizaje, aceptar el dolor saludable de abandonar nuestras
mezquindades y dejarnos examinar por el Maestro: “¿Me amas?” Por cierto, el secreto de la fecundidad del ministerio sacerdotal
es el amor a Cristo. Es decir: Él, por la acción del Espíritu, hace exitosa
nuestra vida, que, en virtud de la Ordenación sagrada, es toda ella sacerdotal-ministerial.
3.- El don de la Eucaristía. Nuestra vida - en mi caso, ya muy
prolongada - converge en la lúcida percepción de esa verdad. Recorro los 65
años de mi Ordenación sacerdotal, y los 42 años de la episcopal; me enternece
la constante intervención del Padre Dios, que me esperó pacientemente, hasta estrecharme
entre sus brazos y depositar su beso paterno en mi mejilla. Confió en mí y acortó la distancia que me
separaba del ideal de santidad que nunca dejó de proponerme como perspectiva de
vida. Hermanos míos: agradezco que me acompañen en mi acción de gracias. Son
ustedes la Iglesia que amo y por la que soy lo que soy. ¡Qué emoción me embarga
al celebrar la Eucaristía y al adorarla largamente en mi pequeño Oratorio! Es el
Misterio de la fe, el gran milagro escondido. ¡Qué pena profunda me ocasiona cuando algunos hermanos
sacerdotes abandonan el ministerio y, de esa manera, desechan la enorme
capacidad de traerlo del Cielo al altar y depositarlo en el corazón del pueblo!
4.- La
presencia de María. Motivo de
acción de gracias es la presencia materna de María, en las diversas y
venerables advocaciones que jalonaron mi vida: de Luján, del Buen Consejo, del
Rosario de San Nicolás y de Itatí. Es la misma Madre de Dios, alojada en mi
corazón filial como el Apóstol Juan “la
recibió en su casa”. Me confieso un humilde testigo de su solicitud
todopoderosa en el ejercicio de la misión que le encomendó su Hijo divino, al
expirar en la Cruz. Reconozco en ella a quien mejor conoció a Jesús, y lo
aprendió como Verdad. Es Madre y pedagoga de la Iglesia, particularmente de
quienes hemos recibido el grave encargo de representar a su Divino Hijo. Reina
de los Apóstoles y de los Santos, se abaja al más pequeño y necesitado de la misericordia
divina con particular ternura y dedicación. Les confieso haber sentido la
fuerza de su conducción segura hacia la santidad de su Hijo y Señor Nuestro.
Como buena Madre ha suplido mis falencias y acompañado mis diversos esfuerzos
pastorales. Hoy mismo, al desgranar su Rosario, advierto que está transitando
conmigo la recta final, y avizorando cercana la Casa paterna. Desde adolescente
repito la consagración de San Luis Grignon de Montfort; con ella deseo cerrar
este sentido recuerdo: “Soy todo tuyo, Madre mía y todas mis cosas
son tuyas”.
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