CARTA APOSTÓLICA
IN UNITATE FIDEI
DEL PAPA LEÓN XIV
EN EL 1700 ANIVERSARIO DEL CONCILIO DE NICEA
Fuente: In unitate fidei
1. En la unidad de la fe, proclamada desde los orígenes de la Iglesia,
los cristianos están llamados a caminar concordes, custodiando y transmitiendo
con amor y con alegría el don recibido. Esto se expresa en las palabras del
Credo: «Creemos en Jesucristo, Hijo único de Dios, que por nuestra salvación
bajó del cielo», formuladas por el Concilio de Nicea, el primer acontecimiento
ecuménico de la historia del cristianismo, hace 1700 años.
Mientras me dispongo a realizar el Viaje Apostólico a Turquía, con esta carta
deseo alentar en toda la Iglesia un renovado impulso en la profesión de la fe,
cuya verdad, que desde hace siglos constituye el patrimonio compartido entre
los cristianos, merece ser confesada y profundizada de manera siempre nueva y
actual. Al respecto, ha sido aprobado un rico documento de la Comisión
Teológica Internacional: Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador. El 1700 aniversario
del Concilio Ecuménico de Nicea. A él remito, porque ofrece
útiles perspectivas para profundizar en la importancia y actualidad no sólo
teológica y eclesial, sino también cultural y social del Concilio de Nicea.
2. «Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios»: así san Marcos
titula su Evangelio, resumiendo todo su mensaje precisamente en el signo de la
filiación divina de Jesucristo. Del mismo modo, el apóstol Pablo sabe que está
llamado a anunciar el Evangelio de Dios sobre su Hijo muerto y resucitado por
nosotros (cf. Rm 1,9), que es el “sí” definitivo de Dios a las
promesas de los profetas (cf. 2 Co 1,19-20). En Jesucristo, el
Verbo que era Dios antes de los tiempos y por medio del cual todo fue hecho
—recita el prólogo del Evangelio de san Juan—, «se hizo carne y habitó entre
nosotros» (Jn 1,14). En Él, Dios se ha hecho nuestro prójimo, de
modo que todo lo que hagamos a cada uno de nuestros hermanos, a Él se lo
hacemos (cf. Mt 25,40).
En este Año Santo dedicado a Cristo, quien es nuestra esperanza, es una
coincidencia providencial que se celebre también el 1700 aniversario del primer
Concilio Ecuménico de Nicea, que en el 325 proclamó la profesión de fe en
Jesucristo, Hijo de Dios. Este es el corazón de la fe cristiana. Aún hoy, en la
celebración eucarística dominical pronunciamos el Símbolo
Niceno-constantinopolitano, profesión de fe que une a todos los cristianos.
Ella nos da esperanza en los tiempos difíciles que vivimos, en medio de muchas
preocupaciones y temores, amenazas de guerra y violencia, desastres naturales,
graves injusticias y desequilibrios, hambre y miseria sufrida por millones de
hermanos y hermanas nuestros.
3. Los tiempos del Concilio de Nicea no eran menos turbulentos. Cuando
comenzó, en el 325, aún estaban abiertas las heridas de las persecuciones
contra los cristianos. El Edicto de tolerancia de Milán (313), promulgado por
los emperadores Constantino y Licinio, parecía anunciar el amanecer de una
nueva era de paz. Sin embargo, tras las amenazas externas, pronto surgieron
disputas y conflictos en la Iglesia.
Arrio, un presbítero de Alejandría de Egipto, enseñaba que Jesús no es
verdaderamente el Hijo de Dios; aunque tampoco una simple criatura, sería un
ser intermedio entre el Dios inalcanzablemente lejano y nosotros. Además,
habría habido un tiempo en el que el Hijo “no era”. Esto concordaba con la
mentalidad de la época y por ello resultaba plausible.
Pero Dios no abandona a su Iglesia, suscitando siempre hombres y mujeres
valientes, testigos de la fe y pastores que guían a su pueblo e indican el
camino del Evangelio. El obispo Alejandro de Alejandría se dio cuenta de que
las enseñanzas de Arrio no eran coherentes con la Sagrada Escritura. Como Arrio
no se mostraba conciliador, Alejandro convocó a los obispos de Egipto y Libia a
un sínodo, que condenó la enseñanza de Arrio; luego envió una carta a los demás
obispos de Oriente para informarlos detalladamente. En Occidente se activó el
obispo Osio de Córdoba, en España, ya probado como ferviente confesor de la fe
durante la persecución bajo el emperador Maximiano y que gozaba de la confianza
del obispo de Roma, el Papa Silvestre.
También los seguidores de Arrio se compactaron. Esto llevó a una de las
mayores crisis en la historia de la Iglesia del primer milenio. El motivo de la
disputa no era un detalle secundario. Se trataba del centro de la fe cristiana,
es decir, de la respuesta a la pregunta decisiva que Jesús había planteado a
los discípulos en Cesarea de Filipo: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy?»
(cf. Mt 16,15).
4. Mientras la controversia se intensificaba, el emperador Constantino
se dio cuenta de que, junto con la unidad de la Iglesia, también estaba
amenazada la unidad del Imperio. Convocó entonces a todos los obispos a un
concilio ecuménico, es decir, universal, en Nicea, para restablecer la unidad.
El sínodo, llamado de los “318 Padres”, se desarrolló bajo la presidencia del
emperador: el número de obispos reunidos era sin precedentes. Algunos de ellos
llevaban aún las marcas de las torturas sufridas durante la persecución. La
gran mayoría provenía de Oriente, mientras que, al parecer, sólo cinco eran
occidentales. El Papa Silvestre se apoyó en la figura, teológicamente
autorizada, del obispo Osio de Córdoba y envió a dos presbíteros romanos.
5. Los Padres del Concilio dieron testimonio de su fidelidad a la
Sagrada Escritura y a la Tradición apostólica, tal como se profesaba durante el
bautismo según el mandato de Jesús: «Vayan, y hagan que todos los pueblos sean
mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo» ( Mt 28,19). En Occidente existían diversas fórmulas,
entre ellas el llamado Credo de los Apóstoles. [1] También
en Oriente existían muchas profesiones bautismales, semejantes entre sí en su
estructura. No se trataba de un lenguaje erudito y complicado, sino más bien
—como se dijo después— del lenguaje sencillo comprendido por los pescadores del
mar de Galilea.
Sobre esta base, el Credo niceno comienza profesando: «Creemos en un
solo Dios Padre Todopoderoso, creador de todas las cosas, de las
visibles y de las invisibles». [2] Con
ello los Padres conciliares expresaron la fe en el Dios uno y único. En el
Concilio no hubo controversia al respecto. Se debatió, en cambio, un segundo
artículo, que utiliza también el lenguaje de la Biblia para profesar la fe en
« un solo Señor Jesucristo Hijo de Dios». El debate se debía a
la necesidad de responder a la cuestión planteada por Arrio acerca de cómo
debía entenderse la afirmación “Hijo de Dios” y cómo podía conciliarse con el
monoteísmo bíblico. El Concilio estaba llamado, por tanto, a definir el
significado correcto de la fe en Jesús como “el Hijo de Dios”.
Los Padres confesaron que Jesús es el Hijo de Dios en cuanto es « de
la misma sustancia ( ousia) del Padre [...]
generado, no creado, de la misma sustancia ( homooúsios) del
Padre». Con esta definición se rechazaba radicalmente la tesis de Arrio. [3] Para
expresar la verdad de la fe, el Concilio usó dos palabras, “sustancia” ( ousia)
y “de la misma sustancia” ( homooúsios), que no se encuentran en la
Escritura. Al hacerlo no quiso sustituir las afirmaciones bíblicas por la
filosofía griega. Al contrario, el Concilio empleó estos términos para afirmar
con claridad la fe bíblica, distinguiéndola del error helenizante de Arrio. La
acusación de helenización no se aplica, pues, a los Padres de Nicea, sino a la
falsa doctrina de Arrio y sus seguidores.
En positivo, los Padres de Nicea quisieron permanecer firmemente fieles
al monoteísmo bíblico y al realismo de la encarnación. Quisieron reafirmar que
el único y verdadero Dios no es inalcanzablemente lejano a nosotros, sino que,
por el contrario, se ha hecho cercano y ha salido a nuestro encuentro en
Jesucristo.
6. Para expresar su mensaje en el lenguaje sencillo de la Biblia y de la
liturgia familiar a todo el Pueblo de Dios, el Concilio retoma algunas
formulaciones de la profesión bautismal: «Dios de Dios, luz de luz, Dios
verdadero de Dios verdadero». El Concilio adopta luego la metáfora bíblica de
la luz: «Dios es luz» (1 Jn 1,5; cf. Jn 1,4-5).
Como la luz que irradia y se comunica a sí misma sin disminuir, así el Hijo es
el reflejo (apaugasma) de la gloria de Dios y la imagen (character)
de su ser (hipóstasis) (cf. Hb 1,3; 2 Co 4,4).
El Hijo encarnado, Jesús, es por ello la luz del mundo y de la vida (cf. Jn 8,12).
Por el bautismo, los ojos de nuestro corazón son iluminados (cf. Ef 1,18),
para que también nosotros podamos ser luz en el mundo (cf. Mt 5,14).
Finalmente, el Credo afirma que el Hijo es «Dios verdadero de Dios
verdadero». En muchos pasajes, la Biblia distingue a los ídolos muertos del
Dios verdadero y viviente. El Dios verdadero es el Dios que habla y actúa en la
historia de la salvación: el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, que se reveló a
Moisés en la zarza ardiente (cf. Ex 3,14), el Dios que ve la
miseria del pueblo, escucha su clamor, lo guía y lo acompaña a través del
desierto con la columna de fuego (cf. Ex 13,21), le habla con
voz de trueno (cf. Dt 5,26) y tiene compasión de él (cf. Os 11,8-9).
El cristiano es llamado, por tanto, a convertirse de los ídolos muertos al Dios
vivo y verdadero (cf. Hch 12,25; 1 Ts 1,9).
En este sentido, Simón Pedro confiesa en Cesarea de Filipo: «Tú eres el Mesías,
el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).
7. El Credo de Nicea no formula una teoría filosófica. Profesa la fe en
el Dios que nos ha redimido por medio de Jesucristo. Se trata del Dios
viviente: Él quiere que tengamos vida y que la tengamos en abundancia
(cf. Jn 10,10). Por eso el Credo continúa con las palabras de
la profesión bautismal: el Hijo de Dios “que por nosotros lo hombres, y por
nuestra salvación bajó del cielo, y se encarnó y se hizo hombre; murió y
resucitó al tercer día, y subió al cielo, y vendrá para juzgar a vivos y muertos”.
Esto deja claro que las afirmaciones cristológicas de fe del Concilio están
insertas en la historia de salvación entre Dios y sus criaturas.
San Atanasio, que había participado en el Concilio como diácono del
obispo Alejandro y le sucedió en la sede de Alejandría de Egipto, subrayó
repetidamente y con eficacia la dimensión soteriológica que el Credo niceno
expresa. Escribe en efecto que el Hijo, que descendió del cielo, «nos hizo
hijos para el Padre y, habiendo llegado Él mismo a ser hombre, divinizó a los
hombres. No se trata de que siendo hombre posteriormente haya llegado a ser
Dios, sino que siendo Dios se hizo hombre para divinizarnos a nosotros». [4] Sólo
si el Hijo es verdaderamente Dios esto es posible: ningún ser mortal, de hecho,
puede vencer a la muerte y salvarnos; sólo Dios puede hacerlo. Él nos ha
liberado en su Hijo hecho hombre para que fuésemos libres (cf. Ga 5,1).
Es precisamente en virtud de su encarnación que encontramos al Señor en
nuestros hermanos y hermanas necesitados: «Les aseguro que cada vez que lo
hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40).
El Credo niceno no nos habla, por tanto, de un Dios lejano, inalcanzable,
inmóvil, que descansa en sí mismo, sino de un Dios que está cerca de nosotros,
que nos acompaña en nuestro camino por las sendas del mundo y en los lugares
más oscuros de la tierra. Su inmensidad se manifiesta en el hecho de que se
hace pequeño, se despoja de su infinita majestad haciéndose nuestro prójimo en
los pequeños y en los pobres. Esto revoluciona las concepciones paganas y filosóficas
de Dios.
Otra palabra del Credo niceno es para nosotros hoy particularmente
reveladora. La afirmación bíblica «se hizo carne», precisada añadiendo la
palabra «hombre» después de la palabra «encarnado». Nicea toma así distancia de
la falsa doctrina según la cual el Logos habría asumido sólo
un cuerpo como revestimiento exterior, pero no el alma humana, dotada de
entendimiento y libre albedrío. Al contrario, quiere afirmar lo que el Concilio
de Calcedonia (451) declararía explícitamente: en Cristo, Dios ha asumido y
redimido al ser humano entero, con cuerpo y alma. El Hijo de Dios se hizo
hombre —explica san Atanasio— para que nosotros, los hombres, pudiéramos ser
divinizados. [5] Esta
luminosa inteligencia de la Revelación divina había sido preparada por san
Ireneo de Lyon y por Orígenes, y se desarrolló luego con gran riqueza en la
espiritualidad oriental.
La divinización no tiene nada que ver con la auto-deificación del
hombre. Por el contrario, la divinización nos protege de la tentación
primordial de querer ser como Dios (cf. Gn 3,5). Aquello que
Cristo es por naturaleza, nosotros lo llegamos a ser por gracia. Por la obra de
la redención, Dios no sólo ha restaurado nuestra dignidad humana como imagen de
Dios, sino que Aquel que nos creó de modo maravilloso nos ha hecho partícipes,
de modo más admirable aún, de su naturaleza divina (cf. 2 P 1,4).
La divinización es, por tanto, la verdadera humanización. He aquí por
qué la existencia del hombre apunta más allá de sí misma, busca más allá de sí
misma, desea más allá de sí misma y está inquieta hasta que reposa en
Dios: [6] Deus
enim solus satiat, ¡Sólo Dios satisface al hombre! [7] Sólo
Dios, en su infinitud, puede saciar el deseo infinito del corazón humano, y por
eso el Hijo de Dios ha querido hacerse nuestro hermano y redentor.
8. Hemos dicho que Nicea rechazó claramente las enseñanzas de Arrio.
Pero Arrio y sus seguidores no se rindieron. El mismo emperador Constantino y
sus sucesores se alinearon cada vez más con los arrianos. El término homooúsios se
convirtió en la manzana de la discordia entre nicenos y anti–nicenos,
desencadenando así otros graves conflictos. San Basilio de Cesarea describe la
confusión que se produjo con imágenes elocuentes, comparándola con una batalla
naval nocturna en medio de una violenta tempestad, [8] mientras
que san Hilario da testimonio de la ortodoxia de los laicos frente al
arrianismo de muchos obispos, reconociendo que «los oídos del pueblo son más
santos que los corazones de los sacerdotes». [9]
La roca del Credo niceno fue san Atanasio, irreductible y firme en la
fe. Aunque fue depuesto y expulsado hasta cinco veces de la sede episcopal de
Alejandría, cada vez regresó a ella como obispo. Incluso desde el exilio
continuó guiando al Pueblo de Dios mediante sus escritos y sus cartas. Como
Moisés, Atanasio no pudo entrar en la tierra prometida de la paz eclesial. Esta
gracia estaba reservada a una nueva generación, conocida como los “jóvenes
nicenos”: en Oriente, los tres Padres capadocios, san Basilio de Cesarea (hacia
330-379), a quien se dio el título de “el Grande”, su hermano san Gregorio de
Nisa (335-394) y el más grande amigo de Basilio, san Gregorio Nacianceno
(329/30-390). En Occidente fueron importantes san Hilario de Poitiers (hacia
315-367) y su discípulo san Martín de Tours (hacia 316-397). Luego, sobre todo,
san Ambrosio de Milán (333-397) y san Agustín de Hipona (354-430).
El mérito de los tres Capadocios, en particular, fue llevar a término la
formulación del Credo niceno, mostrando que la Unidad y la Trinidad en Dios no
están en absoluto en contradicción. En este contexto se formuló el artículo de
fe sobre el Espíritu Santo en el primer Concilio de Constantinopla del año 381.
Así, el Credo, que desde entonces se llamó Niceno-Constantinopolitano, dice:
«Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre.
Con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado, y ha hablado por medio de los
profetas». [10]
Desde el Concilio de Calcedonia, en 451, el Concilio de Constantinopla
fue reconocido como ecuménico y el Credo niceno–constantinopolitano fue
declarado universalmente vinculante. [11] De
este modo, llegó a ser un vínculo de unidad entre Oriente y Occidente. En el
siglo XVI lo mantuvieron también las Comunidades eclesiales nacidas de la
Reforma. El Credo niceno–constantinopolitano resulta así la profesión común de
todas las tradiciones cristianas.
9. Ha sido largo y lineal el camino que ha llevado desde la Sagrada
Escritura a la profesión de fe de Nicea, después a su recepción por parte de
Constantinopla y Calcedonia, y de nuevo hasta el siglo XVI y nuestro siglo XXI.
Todos nosotros, como discípulos de Jesucristo, «en el nombre del Padre, y del
Hijo, y del Espíritu Santo» somos bautizados, nos hacemos la señal de la cruz y
somos bendecidos. Concluimos la oración de los salmos en la Liturgia de las
Horas con «Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo». La liturgia y la
vida cristiana están, por tanto, firmemente ancladas en el Credo de Nicea y
Constantinopla: lo que decimos con la boca debe venir del corazón, de modo que
sea testimoniado en la vida. Debemos preguntarnos, por tanto: ¿qué ha sido de
la recepción interior del Credo hoy? ¿Sentimos que concierne también a nuestra
situación actual? ¿Comprendemos y vivimos lo que decimos cada domingo, y lo que
eso significa para nuestra vida?
10. El Credo de Nicea comienza profesando la fe en Dios, Omnipotente,
Creador del cielo y de la tierra. Hoy, para muchos, Dios y la cuestión de Dios
casi ya no tienen significado en la vida. El Concilio Vaticano II recalcó que los
cristianos son al menos en parte responsables de esta situación, porque no dan
testimonio de la verdadera fe y ocultan el auténtico rostro de Dios con estilos
de vida y acciones alejadas del Evangelio. [12] En
nombre de Dios se han librado guerras, se ha matado, perseguido y discriminado.
En lugar de anunciar a un Dios misericordioso, se ha hablado de un Dios
vengador que infunde terror y castiga.
El Credo de Nicea nos invita entonces a un examen de conciencia. ¿Qué
significa Dios para mí y cómo doy testimonio de la fe en Él? ¿Es el único y
solo Dios realmente el Señor de la vida, o hay ídolos más importantes que Dios
y sus mandamientos? ¿Es Dios para mí el Dios viviente, cercano en toda
situación, el Padre al que me dirijo con confianza filial? ¿Es el Creador a
quien debo todo lo que soy y lo que tengo, cuyas huellas puedo encontrar en
cada criatura? ¿Estoy dispuesto a compartir los bienes de la tierra, que
pertenecen a todos, de manera justa y equitativa? ¿Cómo trato la creación, que
es obra de sus manos? ¿La uso con reverencia y gratitud, o la exploto, la
destruyo, en lugar de custodiarla y cultivarla como casa común de la
humanidad? [13]
11. En el centro del Credo niceno–constantinopolitano destaca la
profesión de fe en Jesucristo, nuestro Señor y Dios. Este es el corazón de
nuestra vida cristiana. Por eso nos comprometemos a seguir a Jesús como
Maestro, compañero, hermano y amigo. Pero el Credo niceno pide más: nos
recuerda de hecho que no hemos de olvidar que Jesucristo es el Señor (Kyrios),
el Hijo del Dios viviente, que «por nuestra salvación bajó del cielo» y murió
«por nosotros» en la cruz, abriéndonos el camino de la vida nueva con su
resurrección y ascensión.
Si Dios nos ama con todo su ser, entonces también nosotros debemos
amarnos unos a otros. No podemos amar a Dios, a quien no vemos, sin amar
también al hermano y a la hermana que vemos (cf. 1 Jn 4,20).
El amor a Dios sin el amor al prójimo es hipocresía; el amor radical al
prójimo, sobre todo el amor a los enemigos sin el amor a Dios, es un heroísmo
que nos supera y oprime. En el seguimiento de Jesús, la subida a Dios pasa por
el abajamiento y la entrega a los hermanos y hermanas, sobre todo a los
últimos, a los más pobres, a los abandonados y marginados. Lo que hayamos hecho
al más pequeño de estos, se lo hemos hecho a Cristo (cf. Mt 25,31-46).
Ante las catástrofes, las guerras y la miseria, podemos testimoniar la
misericordia de Dios a las personas que dudan de Él sólo cuando ellas
experimentan su misericordia a través de nosotros. [15]
12. Finalmente, el Concilio de Nicea es actual por su altísimo valor
ecuménico. A este propósito, la consecución de la unidad de todos los
cristianos fue uno de los objetivos principales del último Concilio, el Vaticano II. [16] Treinta
años atrás exactamente, san Juan Pablo II prosiguió y promovió el
mensaje conciliar en la Encíclica Ut unum sint (25 de mayo de 1995).
Así, con la gran conmemoración del primer Concilio de Nicea, celebramos también
el aniversario de la primera encíclica ecuménica. Ella puede considerarse como
un manifiesto que ha actualizado aquellas mismas bases ecuménicas puestas por el
Concilio de Nicea.
Gracias a Dios el movimiento ecuménico ha alcanzado bastantes resultados
en los últimos sesenta años. Aunque la plena unidad visible con las Iglesias
ortodoxas y ortodoxas orientales y con las Comunidades eclesiales nacidas de la
Reforma aún no nos ha sido dada, el diálogo ecuménico nos ha llevado, sobre la
base del único bautismo y del Credo niceno–constantinopolitano, a reconocer a
nuestros hermanos y hermanas en Jesucristo en los hermanos y hermanas de las
otras Iglesias y Comunidades eclesiales y a redescubrir la única y universal
Comunidad de los discípulos de Cristo en todo el mundo. Compartimos de hecho la
fe en el único y solo Dios, Padre de todos los hombres, confesamos juntos al
único Señor y verdadero Hijo de Dios Jesucristo y al único Espíritu Santo, que
nos inspira y nos impulsa a la plena unidad y al testimonio común del
Evangelio. ¡Realmente lo que nos une es mucho más de lo que nos divide! [17] De
este modo, en un mundo dividido y desgarrado por muchos conflictos, la única
Comunidad cristiana universal puede ser signo de paz e instrumento de
reconciliación, contribuyendo de modo decisivo a un compromiso mundial por la
paz. San Juan Pablo II nos ha recordado,
en particular, el testimonio de los numerosos mártires cristianos procedentes
de todas las Iglesias y Comunidades eclesiales: su memoria nos une y nos
impulsa a ser testigos y artífices de paz en el mundo.
Para poder ejercer este ministerio de modo creíble, debemos caminar
juntos para alcanzar la unidad y la reconciliación entre todos los cristianos.
El Credo de Nicea puede ser la base y el criterio de referencia de este camino.
Nos propone, de hecho, un modelo de verdadera unidad en la legítima diversidad.
Unidad en la Trinidad, Trinidad en la Unidad, porque la unidad sin
multiplicidad es tiranía, la multiplicidad sin unidad es desintegración. La
dinámica trinitaria no es dualista, como un excluyente aut-aut,
sino un vínculo que implica, un et-et: el Espíritu Santo es el
vínculo de unidad que adoramos junto con el Padre y el Hijo. Por tanto, debemos
dejar atrás controversias teológicas que han perdido su razón de ser para
adquirir un pensamiento común y, más aún, una oración común al Espíritu Santo,
para que nos reúna a todos en una sola fe y un solo amor.
Esto no significa un ecumenismo de retorno al estado anterior a las
divisiones, ni un reconocimiento recíproco del actual statu quo de
la diversidad de las Iglesias y Comunidades eclesiales, sino más bien un
ecumenismo orientado al futuro, de reconciliación en el camino del diálogo, de
intercambio de nuestros dones y patrimonios espirituales. El restablecimiento
de la unidad entre los cristianos no nos empobrece, al contrario, nos
enriquece. Como en Nicea, este propósito sólo será posible mediante un camino
paciente, largo y a veces difícil de escucha y acogida recíproca. Se trata de
un desafío teológico y, aún más, de un desafío espiritual, que requiere
arrepentimiento y conversión por parte de todos. Por ello necesitamos un
ecumenismo espiritual de oración, alabanza y culto, como sucedió en el Credo de
Nicea y Constantinopla.
Invoquemos, pues, al Espíritu Santo, para que nos acompañe y nos guíe en
esta obra.
Santo Espíritu de Dios, tú guías a los creyentes en el camino de la
historia.
Te damos gracias porque has inspirado los Símbolos de la fe y porque
suscitas en el corazón la alegría de profesar nuestra salvación en Jesucristo,
Hijo de Dios, consubstancial al Padre. Sin Él nada podemos.
Tú, Espíritu eterno de Dios, de época en época rejuveneces la fe de la
Iglesia. Ayúdanos a profundizarla y a volver siempre a lo esencial para
anunciarla.
Para que nuestro testimonio en el mundo no sea inerte, ven, Espíritu
Santo, con tu fuego de gracia, a reavivar nuestra fe, a encendernos de
esperanza, a inflamarnos de caridad.
Ven, divino Consolador, Tú que eres la armonía, a unir los corazones y
las mentes de los creyentes. Ven y danos a gustar la belleza de la comunión.
Ven, Amor del Padre y del Hijo, a reunirnos en el único rebaño de
Cristo.
Indícanos los caminos que hay que recorrer, para que con tu sabiduría
volvamos a ser lo que somos en Cristo: una sola cosa, para que el mundo crea.
Amén.
Vaticano, 23 de noviembre de 2025, solemnidad de Nuestro Señor
Jesucristo, Rey del universo.
LEÓN PP. XIV
________________________
[1] L. H. Westra , The Apostles' Creed.
Origin, History and Some Early Commentaries, Turnhout 2002 (= Instrumenta
patristica et mediaevalia, 43).
[2] Primer Concilio de Nicea, Expositio
fidei: CC COGD 1, Turnhout 2006, 19 6-8.
[3] Por las afirmaciones de san Atanasio en Contra
Arianos, I, 9, 2 (ed. Metzler, Athanasius Werke, I/1,2, Berlín
- Nueva York 1998, 117-118), queda claro que homooúsios no
significa “de igual sustancia”, sino “de la misma sustancia” que el Padre; por
tanto, no se trata de una igualdad de sustancia, sino de una identidad de
sustancia entre el Padre y el Hijo. La traducción latina de homooúsios habla,
con razón, de unius substantiae cum Patre.
[4] S. Atanasio, Contra arianos, I,
38, 7 - 39, 1: ed. Metzler, Athanasius
Werke, I/1,2, 148-149.
[5] Cf. Id., De incarnatione Verbi,
54, 3: SCh 199, París 2000, 458; Contra arianos, I, 39; 42; 45; II,
59ss.: ed. Metzler, Athanasius Werke, I/1,2, 149; 152, 154-155 y
235ss.
[6] Cf. S. Agustín, Confesiones, I,
1: CCSL 27, Turnhout 1981, 1.
[7] Sto. Tomás de Aquino, In Symbolum
Apostolorum, art. 12: ed. Spiazzi, Thomae Aquinatis, Opuscula
theologica, II, Turín - Roma 1954, 217.
[8] Cf. S. Basilio, De Spiritu Sancto, 30,
76: SCh 17bis, París 2002 2, 520-522.
[9] S. Hilario, Contra arianos seu contra
Auxentium, 6: PL 10, 613. Recordando las voces de los Padres, el
erudito teólogo —luego cardenal y hoy un santo doctor de la Iglesia— John Henry
Newman (1801-1890) investigó sobre esta disputa y llegó a la conclusión de que
el Credo de Nicea fue custodiado sobre todo por el sensus fidei del
Pueblo de Dios. Cf. On Consulting
the Faithful in Matters of Doctrine (1859).
[10] Primer Concilio Constantinopolitano, Expositio
fidei: CC, COGD 1, 57 20-24. La afirmación “y procede del Padre y del Hijo
( Filioque)” no se encuentra en el texto de Constantinopla; fue
incorporada al Credo latino por el Papa Benedicto VIII en 1014 y es objeto del
diálogo ortodoxo-católico.
[11] Concilio de Calcedonia, Definitio
fidei: CC, COGD 1, 137 393-138 411.
[12] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 19: AAS 58
(1966), 1039.
[13] Cf. Francisco, Carta. enc. Laudato si’ (24 mayo 2015), 67; 78; 124: AAS 107 (2015), 873-874;
878; 897.
[14] Cf. Id., Exhort. ap. Gaudete et exsultate (19 marzo 2018),
92: AAS 110 (2018), 1136.
[15] Cf. Id., Carta. enc. Fratelli
tutti (3 octubre 2020), 67; 254: AAS 112 (2020),
992-993; 1059.
[16] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, 1: AAS 57
(1965), 90-91.
[17] Cf. S. Juan Pablo II, Carta. enc. Ut unum sint (25 mayo 1995), 20: AAS 87 (1995), 933.

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