Homilía de del Sr. Arzobispo en la misa solemne del 3 de mayo, en el santuario de la Cruz de los Milagros.
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Homilía en la Misa de la
Fiesta de la Cruz de los Milagros
Corrientes, 3 de mayo de 2021
- Celebrar es agradecer la vida
La palabra de Dios que hoy hemos
proclamado, es providencial y muy oportuna sea por la conmemoración de nuestro
aniversario, sea por las circunstancias críticas en las que debemos celebrarlo.
El evangelista San Juan se refiere al momento dramático de la agonía de Jesús
en la cruz, acompañado de su madre, y tres personas más. Lo hace con una
sobriedad que impresiona: “Junto a la cruz estaba su madre” (19,25), y no dice
más nada. Ese “estar” de su madre lo dice todo. Su madre estaba allí. Hay que
tener mucha fortaleza para estar allí donde uno tiene que estar cuando el dolor
arremete con fuerza y no huir o desesperarse. La memoria juega en ese caso un
rol determinante: la Virgen sabía que Dios es fiel, que no la había abandonado
en momentos de desorientación cuando en la anunciación le preguntaba cómo podía
concebir si no convivía con José; de desasosiego cuando se le perdió su hijo en
una peregrinación a Jerusalén; de aflicción cuando sus parientes le dijeron que
su Hijo no estaba bien de la cabeza, y habrá habido seguramente otros hechos
que la hacían sufrir y que no fueron registrados. Tampoco el intenso dolor de
María al pie de la cruz de su Hijo le hizo perder la memoria. ¿Qué hubiese
pasado si María no hubiese cultivado esa memoria? Aun al pie de la cruz,
destrozada por el dolor, se sentía amada por Dios y sostenida por él, como lo
había experimentado a lo largo de toda su vida, especialmente en los momentos
más duros que le tocó atravesar. María y José son modelos de la memoria fiel y
agradecida. No una memoria que mira solo al pasado, sino aquella que se nutre
del pasado, mira con esperanza hacia adelante y abraza con amor la vida del
presente.
El misterio de la cruz, donde se
revela que el amor de Dios es más fuerte que el odio, es el único camino que
conduce a un encuentro profundo entre las personas y de éstas con Dios,
disuelve todo vestigio de discriminación, y colma los auténticos anhelos de
libertad que hay en todo corazón humano. Por ello, un pueblo que ha arraigado
en su memoria el misterio de la cruz y ama a la Virgen, tiene todo para ser un
pueblo libre y soberano. De allí que es muy importante celebrar bien la
memoria, lo que supone que todos participen de la fiesta, todos conozcan y amen
los acontecimientos que le dieron origen, evitando el peligro de convertir la
conmemoración en un mero acto formal, protagonizado por unos pocos y reducido a
la mínima expresión. Esto sería una fuerte señal de alarma que indicaría la
decadencia del ser y el estar de un pueblo. Algo semejante le sucede a una
persona cuando reniega de sus raíces, se vuelve extraño para sí mismo y para
los demás, deja de ser él y abandona el lugar donde le corresponde estar. En
buen criollo decimos que es alguien desubicado, es decir, fuera y lejos de sí
mismo. Por eso, cultivemos la memoria cristiana para no perecer en manos
extrañas.
Estamos aquí para celebrar y agradecer a Dios
el inmenso don de la vida de nuestro pueblo que, a lo largo de estos más de
cuatro siglos, con sus luces y sus sombras, ha logrado que prevalezca
providencialmente la conciencia y la práctica de los valores cristianos.
Gracias a esos valores, las sucesivas generaciones pudieron conservar los
rasgos principales de esa identidad, sin arrasar al que se presentaba
culturalmente diverso y se animaron a la reciprocidad; la participación en la
vida común fue superando recelos, prejuicios y desconfianza, y creando poco a
poco mayores espacios a la confianza y al encuentro; la amistad en la
convivencia social se fue enriqueciendo paulatinamente con la diversidad. Pero
es necesario saber también que transportamos este frágil patrimonio en
recipientes de barro, que se quiebran fácilmente si nos descuidamos. San Pablo
les advertía a los cristianos de Corinto sobre la fragilidad humana y los
animaba a mantenerse fieles a la luz de Dios que brillaba en sus corazones,
para que se vea bien que este poder extraordinario no procede de nosotros
mismos, sino de Dios (cf. 2Co 4,6-7).
Por eso es a Él que agradecemos el don de la vida y de nuestra identidad.
- Celebrar es abrazar la vida
El papa Francisco nos ha invitado a conmemorar el Año de San
José, cuya extraordinaria figura nos deja un fuerte mensaje como el hombre de
la “cultura del cuidado”: custodio de su mujer y de su hijo, estrechamente
vinculado con Dios, su Creador y Padre, de quien los ha recibido como herencia
y a quienes cuidó enfrentando enemigos hostiles y padeciendo el destierro. Un
hombre que supo mantenerse fiel a los valores fundamentales de su tradición
judía, con una capacidad extraordinaria para resistir a los engaños de adorar a
los ídolos que le presentaban la vida fácil y centrada en sus propios gustos,
como le sucede al ser humano en todos los tiempos y lugares, y nosotros hoy no
somos la excepción de padecer esas tramposas seducciones.
Los dioses falsos cambian de nombre, se disfrazan a la moda
del momento, pero en el fondo usan la misma rutina de siempre: presentarse
atractivos y fascinantes ofreciendo la felicidad sin esfuerzo, el éxito sin
sacrificio, la meta a portada de mano. Nos sacan de la realidad y nos proyectan
hacia un mundo de fantasía. San José nos habla hoy de realismo, de aprender a
cuidar lo que somos y tenemos, porque aquel que abraza la vida recibida,
descubre a Dios Padre Creador que nos sigue creando con mucho amor a su imagen
y semejanza. Volver hoy nuestra mirada a San José, nos convoca a ser hombres y
mujeres comprometidos en cuidar y promover nuestro patrimonio espiritual y
cultural, que está fundado en los valores cristianos.
San José se sintió profundamente amado por Dios y esa intensa
vida interior fue la fuente que alimentó los cuidados que prodigó a su familia.
Él, junto a María y a su Hijo Jesús, son el modelo inspirador para fomentar,
proteger y sostener con los mejores recursos humanos y materiales, el valor
insustituible de la familia. Ella es el lugar más humano, natural y adecuado
para abrazar y cuidar la vida concebida siempre y en cualquier circunstancia.
En la familia se aprende a recibir la vida, a cuidarla y a promoverla. El amor
en la familia crea el ambiente natural para la transmisión creativa de los
valores, y favorece el diálogo intergeneracional que luego redunda en beneficio
de toda la comunidad humana.
Sometemos a la familia a un deterioro creciente al privarla
de un soporte cada vez más escaso en educar para sostener la estabilidad del
binomio humano varón-mujer, abierto a la vida y al amor paciente e inclusivo.
Este riesgoso descuido desfigura cada vez más la memoria y la identidad de un pueblo,
y lo debilita para llevar adelante una verdadera cultura del cuidado, que
siempre empieza por cuidar toda vida humana, la familia como su hábitat natural
y el lugar donde ella se desenvuelve. Un pueblo que cuida a sus familias, en
las que se aprende a proteger la vida de los más indefensos, es un pueblo con
futuro, tal como lo venimos comprobando a lo largo de nuestra existencia
también en estas tierras del Taragüí.
Los más de cuatro siglos que estamos conmemorando deben
suscitar en nosotros profundos sentimientos de confianza y gratitud. La memoria
agradecida evoca nombres de personas, recuerda lugares y acontecimientos que
renuevan la esperanza de una familia, de un pueblo. Un ejemplo sencillo y
profundamente significativo son las luminarias: esas luces que brillan en la
noche anunciando la aurora del día de la fiesta, son luces de esperanza
cristiana. Jesús se presentó como la “Luz del Mundo”: «Yo soy la luz del mundo.
El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida» (Jn 8,12). Tener buena memoria hace que
la vida de hoy valga la pena de ser vivida, celebrada y transmitida a las
nuevas generaciones. A la luz de lo que estamos diciendo, podemos entrever el
riesgo que corren las personas y los pueblos cuando descuidan su memoria.
- Celebrar es renovar la esperanza de la vida
Una cultura del
cuidado se inspira en la fuente de esa memoria que acabamos de contemplar en la
Virgen al pie de la cruz de su Hijo, porque es allí donde se encuentra la
motivación más honda y el sentido más pleno del verdadero cuidado. En ese lugar
encontramos también la esperanza de la vida plena. De María se recuerda desde
su juventud que “conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc
2,19), cultivaba la buena memoria que la fortalecía para estar donde debía
estar y soportar lo que le tocó soportar sin perder la confianza en Dios, en
José y en Jesús, su familia. Esa memoria sostenía y renovaba en ella la
esperanza. Es una memoria agradecida que salva y abre siempre nuevos horizontes
a la vida.
Una persona o un pueblo que no cultivan sus raíces, debilitan
también su identidad, su autonomía y su soberanía. Esa condición es hábilmente
aprovechada por extraños que les dictarán lo que tienen que hacer, dónde tienen
que estar y hacia dónde tienen que ir. Es necesario estar atentos frente a los
que lucran con la debilidad de la condición humana, ofreciéndole chatarras de
embriaguez y satisfacción para tenerla cautiva y atontada. La mejor defensa
ante el ataque colonizador y también el recurso más beneficioso para el
intercambio con otra persona y con otro pueblo, es tener una buena, agradecida
y fiel memoria. Y esta debe cuidarse y cultivarse con esmero y perseverancia,
sobre todo en tiempos de crisis, como son los que nos toca vivir hoy.
Abrazarla, devuelve profundidad y belleza a la vida, y el fruto de ese
reencuentro creativo con las raíces, que fueron regadas con la memoria
agradecida y la esperanza del futuro, es la paz.
- Celebrar es comprometerse con la vida
Con todo rigor podemos afirmar que Corrientes nació española
y guaraní, se fue desarrollando en el tiempo mediante una asociación de rasgos
provenientes de ambas culturas, enriquecidas luego con otros grupos humanos que
se integraron a su convivencia. Hoy, pronunciar la palabra correntino es
nombrar un largo proceso de encuentros y desencuentros, donde prevaleció, a
pesar de todos los contratiempos, la fuerza de la vida y del amor por sobre el
odio y la destrucción. Debemos cuidar y madurar consciente y creativamente esos
rasgos que se expresan mediante un modo original de ser y estar aquí en este
lugar del país y del mundo, con sus propias lenguas, cantos, poesías, danzas y
oraciones. Es necesario discernir lo que proviene de afuera, para ver si es
digno de ser incorporado y si colabora a una mayor fraternidad y solidaridad en
el pueblo, o, por el contrario, es un veneno cultural que aplana las mentes y
convoca a que cada cual disfrute a su modo y como quiere, indiferente a lo que
sucede a su alrededor. Compromete seriamente su futuro aquel que no reconoce
con un corazón agradecido la herencia que ha recibido, sea esta la de su propia
familia, sea la que ha recibido del pueblo en el que ha nacido o en el que
ahora vive.
Nadie es dueño de esta identidad común que nos pertenece a
todos, pero todos somos responsables de cuidarla y cultivarla, porque es la
defensa mejor y más segura que posee una persona o un pueblo para no dejarse
someter ante las fuerzas sutiles y oscuras, que pretenden colonizarlo y
despersonalizarlo para dictarle lo que tiene que hacer y comprar, para sentirse
vivo y gozar de la vida, sin importar cómo ni para qué. Desde los orígenes de
nuestro pueblo aprendimos que Dios nos quiere libres para amar y que Él mismo
se comprometió con su propia vida para que eso suceda. La Cruz es esa señal
luminosa de Dios, la memoria viva de su amor que continúa realizando el milagro
de la vida allí donde aparentemente pretende reinar la muerte. Por eso, hoy
podemos celebrar la vida y su triunfo sobre la muerte, lo cual tiene que
despertar un profundo sentido de gratitud, en primer lugar, a Dios y en
seguida, a las generaciones que nos precedieron.
Conmemoremos agradecidos lo que somos y nuestro peculiar modo
de vincularnos con otros pueblos, buscando establecer más bien alianzas que nos
ayudan a progresar, en lugar de provocar discordias para satisfacer intereses
propios. Pero para poder establecer esos vínculos de cercanía y de amistad con
otros pueblos, es necesario cultivarlos en nuestra convivencia social. El que
opta por ser fraterno en su casa, le resulta natural buscar la concordia y el
desarrollo en conjunto con los demás, sean estos los vecinos del barrio o los
que están más allá de los límites de la provincia o de la nación. En cambio, el
que busca siempre su propio interés, se convierte en un obstáculo permanente a
la hora de trabajar por el bien de todos.
En medio de esta pandemia, con la tristeza de nuestros
muertos y la preocupación por los contagiados y sus familiares; con la angustia
que en muchos provoca la situación económica; con nuestro noble y abnegado
personal de salud; junto a todo nuestro pueblo y sus gobernantes; y ante la
Santísima Cruz de los Milagros, nos dirigimos suplicantes a nuestra Tierna Madre
de Itatí, como lo hicieron en muchas ocasiones las generaciones que nos
precedieron, para que interceda ante su Divino Hijo Jesús y nos alcance pronto
la gracia de superar esta enfermedad, y nos enseñe a ser más agradecidos, más
pacientes, y más fraternos con todos.
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